Me tropecé con uno de sus acordes mientras me dirigía a la
facultad. Se podría decir que no lo vi, que lo escuché. Hacía más de treinta
años de aquella ruptura emocional, sólo la frustración fue directora de aquella
orquestra dolorosa pero esa mañana de octubre volví a catar las notas del
pasado. La música tiene esa virtud de, no solamente hacernos recordar, sino
volver a sentir, ubicarnos en escenas del pasado que nos hicieron llorar
tristezas o reír alegrías.
Estuve toda la mañana distraída, buscando sinfonías donde no
había más que aire y canciones donde solamente se expresaban habladurías de jóvenes
ilusionados por el porvenir.
Llegué a casa derrotada, únicamente los soldados
plastificados para no calar las emociones son capaces de subsistir a las
guerras interiores. Yo no soy un soldado.
Fui directamente a la cocina para prepararme una de aquellas
infusiones de hierbas aromáticas que me calman los nervios. Los pensamientos
ametrallaban mi cerebro y los arrepentimientos disparaban contra mi conciencia.
Lié un cigarrillo de los que había comenzado a fumar siendo demasiado joven,
los vicios pueden llegar a ser eternos. Fumé y di sorbos intercaladamente para
matar la voluntad que me explotaba en el pecho, pero esta no hacía más que aumentar
con ansiedad y entonces ocurrió.
Subí al desván regentado por el polvo, todos aquellos
trastos parecía que me miraban directamente a los ojos, pidiéndome clemencia y
anhelando ser el escogido para volver a ver la luz del sol. Y… ¡la encontré!
Allí estaba vestida con la funda de piel que compré en mi
primer viaje a Marrakech. La cogí con la delicadeza suprema con la que se
agarran los objetos de alto valor económico, aunque por ella yo no había pagado
ni un duro. Me la colgué a la espalda y bajé las escaleras que inexplicablemente
aquella tarde no proliferaban ningún crujido.
Me dejé caer en la butaca después de apoyarla cuidadosamente
en el suelo. Aún teniéndola tan cerca quería apaciguar aquellas ansias de
volverla a abrazar. Sabía que significaba volver a acariciarla con mis dedos:
frustración. No podía volver a caer en
la trampa, debía asumir de una vez por todas que aquello no era lo mío, que por
eso la vida me había llevado al doctorado en matemáticas y a la docencia numérica
en la universidad.
La dejé allí plasmada, delante de mí, yo la observaba
intentando descifrar algún tipo de mueca. La miraba fijamente. Ni las agujas del
reloj interrumpieron aquella conversación sin palabras de persona perdida y
objeto inanimado. El corazón me latía
con fuerza hasta que el temblar de mis piernas me hizo poner en pie. Adiós a la
resistencia, ¡la cogí!
La desnudé poco a poco y la rodeé con mis brazos. Peiné sus
cuerdas metálicas e hice vibrar una de ellas. Progresivamente las toqué todas,
una a una, hasta que me puse a combinar acordes. Frustración. Aquello que
recordaba no eran más que errores y ni una sola melodía con sentido resurgía de
mis manos. Frustración de nuevo. Me puse a llorar.
Aquel día volvería a esconderla de mí para olvidarme del fracaso
para siempre. Como ayer y al otro. El
quiero y no puedo era el único acompañante fiel desde hacía demasiados años.
De una sola cosa estaba segura, nadie sentía la música con
tanto dolor como mi persona. Nadie.