Aprieto las mandíbulas al dormir, hago chocar el maxilar
superior con el inferior y suena el chirrido del desgaste de mis dientes al
derrapar el uno con el otro. No tengo
nada que decir.
Aprieto los puños al dormir y las uñas se clavan en la palma
de mi mano, dejando la marca de cuatro cortas líneas horizontales que se irán
borrando con el paso del día. No tengo nada que agarrar.
Aprieto los párpados al dormir y estos se doblan en pliegues
de piel como un acordeón. Las pestañas se cruzan las unas con las otras y las
consigo desenredar cuando amanezco. No tengo nada que mirar.
Aprieto los labios al dormir, convirtiéndolos en la única frontera
que divide mi cara en dos hemisferios. El carmín rojo se va secando al estar en
contacto sólo con aire. No tengo nada que besar.
Aprieto las piernas al dormir, chafando mis muslos,
haciéndolos sudar, y aquello que llamamos entrepierna se alarga en una estría
hasta los tobillos. No tengo nada que jugar.
Aprieto el cojín contra mi pecho al dormir e imagino latidos
que soy capaz de confundir con los míos propios. No tengo nada que abrazar.
Me aprieto al dormir.
Todo me aprieta cuando la cama me queda ancha.
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