jueves, 3 de julio de 2014

Gioconda.

Me tropecé con uno de sus acordes mientras me dirigía a la facultad. Se podría decir que no lo vi, que lo escuché. Hacía más de treinta años de aquella ruptura emocional, sólo la frustración fue directora de aquella orquestra dolorosa pero esa mañana de octubre volví a catar las notas del pasado. La música tiene esa virtud de, no solamente hacernos recordar, sino volver a sentir, ubicarnos en escenas del pasado que nos hicieron llorar tristezas o reír alegrías.
Estuve toda la mañana distraída, buscando sinfonías donde no había más que aire y canciones donde solamente se expresaban habladurías de jóvenes ilusionados por el porvenir.
Llegué a casa derrotada, únicamente los soldados plastificados para no calar las emociones son capaces de subsistir a las guerras interiores. Yo no soy un soldado.
Fui directamente a la cocina para prepararme una de aquellas infusiones de hierbas aromáticas que me calman los nervios. Los pensamientos ametrallaban mi cerebro y los arrepentimientos disparaban contra mi conciencia. Lié un cigarrillo de los que había comenzado a fumar siendo demasiado joven, los vicios pueden llegar a ser eternos. Fumé y di sorbos intercaladamente para matar la voluntad que me explotaba en el pecho, pero esta no hacía más que aumentar con ansiedad y entonces ocurrió.
Subí al desván regentado por el polvo, todos aquellos trastos parecía que me miraban directamente a los ojos, pidiéndome clemencia y anhelando ser el escogido para volver a ver la luz del sol. Y… ¡la encontré!
Allí estaba vestida con la funda de piel que compré en mi primer viaje a Marrakech. La cogí con la delicadeza suprema con la que se agarran los objetos de alto valor económico, aunque por ella yo no había pagado ni un duro. Me la colgué a la espalda y bajé las escaleras que inexplicablemente aquella tarde no proliferaban ningún crujido.
Me dejé caer en la butaca después de apoyarla cuidadosamente en el suelo. Aún teniéndola tan cerca quería apaciguar aquellas ansias de volverla a abrazar. Sabía que significaba volver a acariciarla con mis dedos: frustración.  No podía volver a caer en la trampa, debía asumir de una vez por todas que aquello no era lo mío, que por eso la vida me había llevado al doctorado en matemáticas y a la docencia numérica en la universidad.
La dejé allí plasmada, delante de mí, yo la observaba intentando descifrar algún tipo de mueca. La miraba fijamente. Ni las agujas del reloj interrumpieron aquella conversación sin palabras de persona perdida y objeto inanimado.  El corazón me latía con fuerza hasta que el temblar de mis piernas me hizo poner en pie. Adiós a la resistencia, ¡la cogí!
La desnudé poco a poco y la rodeé con mis brazos. Peiné sus cuerdas metálicas e hice vibrar una de ellas. Progresivamente las toqué todas, una a una, hasta que me puse a combinar acordes. Frustración. Aquello que recordaba no eran más que errores y ni una sola melodía con sentido resurgía de mis manos. Frustración de nuevo. Me puse a llorar.
Aquel día volvería a esconderla de mí para olvidarme del fracaso para siempre. Como ayer y al otro.  El quiero y no puedo era el único acompañante fiel desde hacía demasiados años.

De una sola cosa estaba segura, nadie sentía la música con tanto dolor como mi persona. Nadie.