miércoles, 26 de noviembre de 2014

Passiflora Edulis.

-          Ai hija, solucioné el problema del aburrimiento con acción, incrustando pasión a todo aquello que tenía cerca y hablando con desconocidos.
-          ¿Cómo?
-          Ya hablaremos mañana, ahora es hora de dormir, cariño.
Apagó la lamparita de mi mesita de noche y cerró la puerta llevándose consigo el confort de la claridad de la sala de estar plasmada en el suelo, que fue disminuyendo de ángulo hasta desaparecer por completo. Estaba íntegramente a oscuras, como desnuda de luz, y dudé si había cerrado los ojos o aún tenía los párpados alzados. Recapacité sobre la frase que mi abuela había dejado escapar con dejadez, arrebatando de aquellas palabras la carga emocional que podría afectar a una joven con dieciséis años, como tenía yo aquella noche de junio con las sábanas untadas en la piel.
Me levanté por la mañana con el estómago cogido en un puño, no había dormido bien. Mi abuela preparaba el desayuno. El olor a mermelada de fresas me recordaba a mi madre que se fue, como por arte de magia, cuando yo era lo suficientemente pequeña como para no cuestionarme su ausencia. Acepté, acepté, acepté igual que cuando marchó mi padre, igual que cuando el mago sacó de su chistera un conejo el día de mi cumpleaños. Acepté y poco más.
Mi abuela me dio el beso de buenos días y me plantó las dos rebanadas de pan encima de la mesa. Me senté desganada tocándome el vientre con la mano derecha intentando, inútilmente, recolocar mis órganos desordenados por la sensación extraña que dejó mi abuela ambientando la habitación la noche anterior.
-          ¿No comes pequeña?
-          No tengo hambre…
Mi abuela se giró con una especie de sonrisa victoriosa sin que hubiera nada que ganar y calló.
-            Abuela, ¿y mi madre?
La sonrisa triunfante pasó a mueca de aflicción y lo único que me dio respuesta fue el ruido de la taza de café cayendo al suelo. Se precipitó para recoger rápido los restos de cerámica que se habían esparcido por toda la cocina. Me pidió disculpas y se marchó cerrando la puerta y alejando sus pasos cada vez más ágiles y menos sonoros.
Pasé aquellos dieciséis años sin sobresaltos, sin cuestiones trascendentales y las arritmias fuertes del corazón fueron producidas por situaciones tan cuotidianas como la compra del pan o la ducha matutina. Aquella mañana, sin embargo, miré a mi abuela y anhelé saber si mi madre se parecía a ella, o yo me parecía a mi madre, porque al fin y al cabo salí de su vientre, cosa que incomprensiblemente no recapacité hasta aquel momento.
Y como en todas las historias donde se habla de juventud, el tiempo pasa y yo conduje los meses siguientes con la frase nocturna que mi abuela me había introducido en el cerebro sin hacer herida al perforar. Intercambié los minutos aburridos por acciones, incrusté pasión a todo aquello palpable o invisible, pero que yo sentía cerca, y hablando con desconocidos asistí a infinitos encuentros furtivos donde me fundía con cuerpos destapados en camas desvestidas. El amor no llamó a mi puerta; piqué con los nudillos a infinitas de estas para tropezar con él, pero todo se reducía a confusiones sexuales e inexactitud de pasos que avanzaban directos a ningún objetivo. Aquello me gustaba. Y los meses se convirtieron en un par de años, con la yema de los dedos gastada de tantos timbres ajenos.
Siguiendo el círculo vicioso de los calendarios, me volví a dejar caer en la mesa de la cocina una mañana de junio, y la pregunta, que se había quedado estancada en el aire, descompuesta por el paso del tiempo, me hizo sentir su olor casi marchito y la dejé salir de entre mis labios demostrando que las dudas nunca caducan:
-          Abuela, ¿Y mi madre?
Descansó la barbilla entre sus manos enlazadas. Era muy común en ella aquella posición con los codos clavados en la mesa y las manos abrazadas intercalando meñique, pulgar y corazón. La costumbre del rezo obligatorio en las escuelas, he supuesto siempre. Hizo una respiración profunda, admitiendo la derrota que inevitablemente esperaba y comenzó a desbocar palabras guardadas a presión:
-          ‘’Ai hija, solucioné el problema del aburrimiento con acción, incrustando pasión a todo aquello que tenía cerca y hablando con desconocidos’’. Todo empezó igual que hace dos años. Ahora lo recuerdo en paralelo: una noche de junio, mi hija en la cama y yo dejando escapar esta cita. Ojalá la hubiera escrito en el aire con tiza para poder borrarla, pero hay palabras que pesan demasiado para que el aire se las lleve, de esto me di cuenta la mañana en la que tú me preguntaste sobre el paradero de tu madre. Ella marchó mucho tiempo atrás, cuando naciste. Sólo te pido que no la culpes, que la culpa sólo es fruto de la represión. Ella quiso jugar con mis palabras de la misma manera que tú…Vamos, no creas que no me doy cuenta de tus idas y venidas, de tus manos llagadas por experiencias nocturnas. No te sonrojes, nunca debes avergonzarte de aquello que haces por placer y con libertad.
Yo me quedé mirándola, intentando entender la introducción de lo que parecía un relato. Pausó el ritmo de la narración, me miró y me agarró la mano suavemente. En sus ojos no había compasión ni transcendencia, sólo ganas de hacerme entender.
-          Tu madre tuvo que hacer las maletas, no para olvidar, sino para sentirse libre. La quisieron encerrar en una jaula con sólo dieciocho años por el simple de hecho de no evitar lo inevitable. ¿Para qué acaso tenemos nuestros cuerpos?
Miró dentro de ella y sonrió.
-          Tenía los ojos de agua, el pelo como llevado por el viento y su piel olía a maíz con miel, era como una ninfa salida de la tierra húmeda y la intentaron clavar en el asfalto. La obligaron a ser la mujer que ella no quería ser. Ella no quería llamarse madre pero la dejaron sin elección. No pudo soportar la presión, se habían filtrado en su piel demasiadas lágrimas y aquello no era vida para ella. No la culpes, nadie puede cortar las alas de un alma libre y ellos lo hicieron.
-          ¿Marchó cuando yo nací?

-          Marchó cuando se dio cuenta de que le habían arrebatado su propio cuerpo. 

Tercer premi en castellà al concurs de relats breus per a dones Joana Raspall 2014

lunes, 3 de noviembre de 2014

Tragedias íntimas de una mujer



He vuelto a casa oliendo a leche de burra. Me imaginé siendo Cleopatra.

He vuelto a casa oliendo a Chanel nº 5. Me imaginé siendo Marilyn Monroe.

Cuando volvía siempre pensaba en olores. Ni un atisbo de color, de forma, de piel con piel, sólo perfumes parisinos o mierda de caballo. Sólo café o pintura esmaltada. Aquello era lo que quedaba de mis idas y venidas, sensaciones vaporosas que no demostraban nada a nadie.

He recorrido medio mundo durante esta media vida ya cargada a mis espaldas y nunca traje conmigo banderas estampadas ni  recetas copiadas a mano; sólo, tal y como le digo, fragancias.

He venido a verle porque durante estos últimos meses ya no detecto ni el olor a cebollas de mi cocina y sin olfato no hay viajes… ¿lo comprende?
Supongo que mis fosas nasales se han ensanchado tanto que los olores pasan de largo.
Nunca sabré, entonces, a qué coño huele Berlín.