Se miraban fijamente a los ojos hasta que una de ellas
tuvo que parpadear; la que tenía el rostro más arrugado por los años. Yo las
miraba desde la mesa de enfrente cuestionándome los ‘’por qués’’ de aquella
situación entre misteriosa y absurda. No se trataba de un juego, eso estaba
claro, aunque la sensación de derrota de la mujer más mayor se evidenció
claramente con la inclinación hacia abajo de su mentón. Hacía veinte minutos que mi taza de café
estaba vacía, pero quise amortizar el precio de ésta con vistas a situaciones
extrañas. Aparentemente cuotidianas.
Más allá, cerca de
la puerta de entrada, una mujer robusta, redonda y con los mofletes
incandescentes, cogía a su perro en brazos, apoyándolo en su vestido floreado y
le daba de comer tarta de queso con fresas. Una cucharada para ella, otra para
él, una para ella, otra para él… Así sucesivamente hasta que empezó a toser.
Uno de los bocados que había dado se le había quedado travesado en el esófago, cosa
que no me extrañó debido a la velocidad con que engullía aquellos trozos de
queso azucarado. Las mujeres, que aún se miraban fijamente a los ojos, esta vez
con los estatus en paralelo, se giraron. La señora que aparte de que se ahogaba
llevaba el pelo teñido de naranja y enlacado de la raíz a las puntas, tosía con
cada vez más fuerza y menos aire. Aquellas dos mujeres, solemnes hasta el
momento, comenzaron a reír con un alborozo descontrolado, gritando carcajadas y
salpicando con la saliva que salía de sus grandes bocas. La señora mayor lo
hacía cada vez con más ganas, mientras que la joven, a la que imaginé su hija,
intentaba, sin conseguirlo, controlar aquella algarabía. El perro de la señora empezó a ladrar, no sé
si por miedo, o por imitación. Carcajadas, tos, ladridos, carcajadas, tos, ladridos y yo. Yo que estaba completamente sola
delante de aquella unión de escenas que hacía pocos segundos clasificaba por
separado mediante la numeración de las mesas.
La mujer pelirroja, con el pelo enlacado, el perro en la falda y los
mofletes de fuego, empezó a cambiar de color hasta que su piel se camufló con el
queso del pastel y calló. Ahora sólo se respiraban risas y ladridos hasta que
las risas pararon en seco poco después de la última entrada de aire de la
señora que se acababa de ahogar. El perro lamió la cara de su dueña llevándose
enganchado el colorete rojo intenso. Posteriormente salió en busca de ayuda o
de un nuevo amo. Ahora únicamente quedábamos aquella madre e hija y yo, y
aunque no te lo puedas creer, no nos levantamos. Ahora que por fin había silencio,
no nos levantamos. Yo no podía creer la pasividad del momento.
Por eso marcho sin despedirme, porque aquella mujer no pudo decir adiós ni a su propio perrito,
aunque los grandes trozos de pastel tampoco la hubieran dejado hablar.
- Sí, yo la veía bajar la basura y era una persona
completamente normal. Decía buenos días.