lunes, 15 de junio de 2015

Rojo tardío

Una mujer de terciopelo, como cocinada a fuego lento, como envuelta en la piel de un melocotón, miraba por la ventana llorando silenciosamente, como esperando el tren en una estación que nunca existió.

Llevaba el vestido rojo que se compró para ir a la ópera de la que nunca cogieron las entradas. Malditas ilusiones, que hacen alterar el orden lógico de los factores ¿Quién compra un vestido para ir a una ópera antes de comprar las entradas? Y lo que es peor ¿Quién compra un vestido para ir a una ópera sabiendo que nunca iba a comprar las entradas?  Pues ella, pero nadie tenía razón para juzgarla; porque cualquier persona que haya podido oler unas sábanas compartidas la noche anterior, cualquier persona que haya buscado su ropa interior a tientas por una habitación a oscuras, cualquier persona que haya dormido con el cuerpo enlazado a otro cuerpo, cualquier persona que haya podido enganchar la oreja a un pecho y los latidos de un corazón ajeno le hayan hecho respirar profundamente… sabe de lo que hablo.

El vestido era largo, con una brecha en el centro que le hacía las piernas más separadas. Se sentó y miró fijamente el triangulo rojo que dibujaba aquella prenda preciosa color carmín en sus extremidades, que pasaron de inferiores a olvidadas. Y sus ojos… ¡venga a brillar, venga a brillar! Como si bellas lentejuelas salieran de sus lagrimales, ahora dados como la goma de unas bragas demasiado quitadas.

Entré con las pisadas acalladas por la moqueta. Ella no me vio y una oleada de tristeza le subió del vientre a la garganta como un calambre ardiendo, obligándole a taparse la boca. El dolor, entonces, salía a presión expulsado de nuevo en forma de agua marina, irritando aquellas pestañas que hacía semanas se pintaba diariamente.

Cuando me vio se pasó la mano por toda su cara, dibujando círculos y trazando espirales para recoger toda aquella agua que le hacía abrillantar la cara. Parecía que estuviera intentando unir ojos con boca, párpados con labios y frente con nariz. Por un  momento pensé que si su carita hubiera estado hecha de arcilla, un monstruo desfigurado aparecería ante mí, pero no fue así, aunque ella estaba literalmente deshecha  como barro bajo la lluvia.

Cogió un libro que no sé de dónde sacó y silbó en secreto gritándome a escondidas que no preguntara nada y me sentara a su lado.

-         - ¿A quién espero?- me preguntó. Yo únicamente le acaricié el cabello. – ¿A quién espero?- Me volvió a preguntar. Yo la miré y ella siguió-  No puedo esperar a nadie porque todo está aquí dentro- refiriéndose a su propio cuerpo. Y ella siguió- y ahora miro para la ventana para provocarme una nostalgia profunda que me haga expulsar esto que se ensancha dentro de mí- hizo una pausa, yo callé. Ella siguió- Como en las películas, la gente llora delante de las ventanas, ¿no? – yo ni me moví. Ella siguió, esta vez como riendo - y aquí me ves.

-          - Pues llora…- manché el silencio- llora y deja que salga.


-          - dijo ella. Y después calló. - ¿No oyes las notas de Verdi?- y cerró los ojos imaginándose en aquel teatro al que nunca fueron juntos. 

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