Hola padre. He venido a confesarme y a pedir perdón de
rodillas. A colocarme con las manos abiertas, los palmos juntos y los dedos
pegados. También doblaré mis piernas de tal manera que las rodillas se apoyen
en el duro y frío suelo y formen un ángulo de noventa grados. No me levantaré
hasta que se me pongan las rodillas rojas y me duelan. Sólo necesito ese perdón
para sentirme un poco mejor y para asegurarme un sitio en aquello que se llama
cielo. El cielo. Un cielo que parece no tener nubes. Un cielo no azul, sólo
blanco. Un lugar blanco y en silencio. Esto es lo que me han contado las
películas. Quiero que me guíe por ese camino que parece recto y que finaliza en
una intensa luz brillante que ciega los ojos. Parece fácil, pero me han hecho
necesitar a alguien para que me lleve.
Bien, no sé si a alguien o solamente el perdón. El perdón que se ha convertido
en el visado de mi viaje hacia la muerte.
Como llorarán mis padres si eso ocurre. Si ocurre que me muero, sí.
¿Sabe? Algunos días pienso que me gustaría ver mi entierro. Bueno, verlo no,
sino saber cómo será, quién vendrá y que
color será el más abundante. No quiero que la gente venga vestida de negro y
que me pongan rosas blancas. Las rosas solo me gustan en Sant Jordi. Quiero margaritas. Y por qué no decirlo: quiero que la gente llore,
ría o cante. Que expresen aquello que significa que yo ya no esté de infinitas maneras. Que me recuerden tal como fui y que se
alegren al saber que siempre he sido feliz. Los abrazaría a todos y lloraría
con ellos seguramente. He venido a
visitarle para narrarle mis confesiones,
aquello que de alguna manera necesito decirle, pero no le puedo mirar a los
ojos. No entiendo qué hace usted detrás de esa pared con agujeritos que solo
dibujan sombras. Escucho una voz y una
respiración huérfanas de rostro y me
dispongo a explicarle algo que no he
explicado a nadie. Me vaciaré por dentro
expulsando aquello que considero privado para compartirlo con usted. ¿Y qué
hace? me oculta hasta sus ojos pretendiendo oír mi melodía monótona deletreando palabras y uniendo sílabas para
que finalmente me dicte la mierda que tenga que rezar y conseguir como
recompensa ese perdón que tanto anhelo. ¿Sabe? Lo odio. Odio este maldito lugar
y lo odio a usted. Su manera de vivir, de ver la vida y su egoísmo de los
cojones. Odio el odio que sale de sus pupilas aunque por alguna razón que no
entiendo no puedo verlas. Odio que odie
a los homosexuales y a las faldas cortas. Me repugna que odie usted a los embarazos en
vientres menores de edad y a los preservativos a la vez. Me da asco que odie usted a las mujeres que
quieren llegar a ser algo en la vida y que no les gusta la vida austera, que no
quieren servir a su marido y que se operan de las tetas. Que rabia me da usted
cuando odia el sexo, el contacto de dos cuerpos desnudos y la penetración que
produce placer excitante. Penetración vana con el objetivo sanguinario de matar
posibles vidas humanas según tú y todos los que son como tú. Reconozco que me hierve la sangre cuando veo a ese
desgraciado que nos hacen llamar papa. El papa de Roma. Ese ser despreciable que todos veneráis sin un
motivo aparentemente razonable. Ese humano decorado con oro y enjoyado con
hipocresía como si de una basílica se
tratara, y vestido con túnicas que
valen soluciones para que este mundo
vaya un poco mejor. Aquel que va siempre con su personaje puesto cara al mundo,
haciendo que se preocupa por el hambre, la malaria y la sed. Todo esto le da
igual, usted lo sabe y yo también. Uno de los seres más poderosos del mundo que
no mueve un dedo es digno de despreciar. Al menos por mí. Él con sus plegarias
formadas por palabras que no salen de su cerebro, lanzadas al viento que se las
lleva hasta hacerlas desaparecer ahogándolas en el mar o tirándolas al contenedor de palabras vacías. Le odio, también a usted. A usted al que más.
Maldigo venir aquí cada día para verle y que no me obsequie con una mirada.
Solamente le pido el brillo de sus ojos por un instante. Y ahí sigue como un
desgraciado detrás de los orificios de esta madera sucia de pecados
anónimos. Seguro que no sabe que cada
domingo vengo a verle a misa para ver el color de sus ojos desde lejos. Tampoco
sabrá que cada jueves también piso el suelo
que nos sustenta ahora mismo. Para verle. No se imaginará que cada día,
todos los días me asomo por esa puerta y me dejo reflejar por el color de los
vidrios que dibujan la atmosfera de este lugar.
Sólo para verle. Vengo a Misa sin creer en una mierda, sólo creo en
usted, en los ojos que se ha guardado a merced de mi mirada. Como lo odio… Odio
amarle de esta manera. La obsesión que se ha despertado en mi interior y que me repite su nombre a cada instante. La
obsesión que me hace imaginarlo junto a mí mientras nos clavamos la mirada a
milímetros de distancia. Yo soñando con
sus ojos y lo único que puedo abrazar para dormirme es su voz. Me pregunto por
qué lo tengo que compartir con tanta gente. Creyentes que solo quieren escuchar sus
cuentos para mayores e imaginarse cómodos en algún lugar del cielo. Lo quiero
solamente para mí. Quiero ser suya y que
usted sea mío. Le presento al amor, a la obsesión que se te tiene prohibida. Me
pregunto cada mañana porqué Cupido me ha castigado de esta manera. Por qué me ha querido entregar un hombre que le es
prohibido sentir nada. Debe haber sido
un error, un maldito error del
tira-flechas, que tengo que pagar yo con lágrimas de deseo, noches vacías y una
mente rota por la tortura de un pensamiento. Un único pensamiento que es usted.
Usted. Como lo odio. Lo odio…
(Silencio)
- - Vuélvame a besar. Se lo pido por Dios
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