jueves, 1 de marzo de 2012

Como un cerdo enamorado de un flamenco.


A ella le gustaba como era. Le gustaba su vida y todas esas reliquias que esta le regalaba: las guardaba en una cajita hasta que se convertían en recuerdos y morían en el olvido. Como los gusanos de seda domésticos con su casa de cartón, que se convierten en flores voladoras para despedirse de la vida para siempre. Cuantas cosas había podido ver, sentir y oler. Se había convertido en testigo de centenares de historias e infinitos momentos que perdurarían escritos en el futuro. Algunas personas le habían confesado secretos que no desvelarían a ningún otro mortal y otras le abocaban sus lágrimas convirtiéndola en la superficie de un mar en calma pero contaminado de dolor. Había leído mil cartas de amor ajenas que le habían hecho enrojecer, como si las palabras más picantes fueran para ella. Nunca se había enamorado aún, pero miraba los ojos de todos aquellos que pasaban un espacio de tiempo con ella, y les hacía un huequito en su corazón para mantenerlos siempre a su lado. Se dejaba tocar, acariciar y pellizcar. Le encantaba palpar la temperatura y medir la textura de aquello que se ponía en contacto con su piel de madera. Había sido cómplice de muchas explicaciones y preguntas con respuestas vacías. Ella nunca opinaba, sólo miraba desde una distancia corta y se dejaba llevar por las vivencias de la gente. Cuantas manos había leído y cuantos sabores había podido abrazar. Los dulces eran sus preferidos: café con leche, chocolate caliente y ron con Coca-Cola. Podría haber escrito una enciclopedia con las biografías de los seres desconsolados que habían dejado sin aire sus penas y les habían robado el oxígeno vanamente, dejándolas flotar medio moribundas en un vaso con grados de alcohol. Nunca se había enamorado aún. No, aún no. Dormía en medio de la oscuridad y el silencio, con los taburetes haciendo el pino y descansando su redonda base encima de ella. Le gustaba despertarse un poco después del amanecer con el roce de una bayeta húmeda, el calor de la máquina de café y el tarareo de alguna canción antigua. Era feliz aunque no todo siempre era perfecto. Cuando ocurrían cosas terribles delante de ella, no tenía más remedio que nadar entre sus propias lágrimas y esas noches no podía dormir. Una vez la apuntaron con una pistola unos indeseables que la pisotearon para robar todos los papeles y círculos metálicos que guardaba con llave aquella caja registradora. Pasó tanto miedo que tuvieron que pasar muchos culos de vaso por su superficie para que dejara de temblar. Gracias a algún tipo de Dios o a la posible existencia del destino, estos momentos amargos se podían contar con la mitad de los dedos de una sola mano. Su vida, en definitiva, era feliz. Su vida, su fantástica vida rellena de conocidos y habituales clientes, y rebozada con seres de usar y tirar. Como las cámaras fotográficas desechables que te regalan momentos imprimidos para siempre aunque la relación haya sido efímera. Hasta ese día. Ese día conoció el sabor del amor. El sabor ácido del amor imposible. Nunca se había enamorado aún, hasta ese día de limón clorhídrico que deshizo su alma. El culpable fue aquel instante de aquel mes de algún año, que dejó entrar por la puerta a aquel hombre. Ese hombre. Ese hombre que borró de su vida a todos los humanos que había estado retratando en su recuerdo desde que había sido creada. Lo vio aparecer por la puerta y el mundo se derrumbó entre la niebla de la felicidad, la incertidumbre y la lejanía. Estaba claro, nuestra barra de bar se había enamorado de un cuerpo con sus cinco sentidos, sus emociones y su vida humana. Sí, se había enamorado de un cuerpo dotado de todo aquello que ella no tenía, ni tendría jamás. Como se odió en aquel momento. Le habría encantado vomitar cada una de las partes de su cuerpo no humano sin vida: su madera asquerosamente barnizada, su asqueroso posa-pies de aluminio y sus asquerosas decoraciones florales de color ocre. Cuando lo vio supo que esa era la persona que estaba esperando desde hacía siglos, pero cuando este la tocó con sus manos y acarició su piel muerta, supo que necesitaba entregarse a aquel hombre, su hombre, su amor. “Un agua con gas por favor”. Aquellas palabras pronunciadas por aquel espejismo fueron para ella la melodía de una canción de amor que le robó el sentido, también de madera como toda ella. Quince minutos, solo quince minutos sin ningún segundo de regalo. Quince minutos de contacto piel con piel, quince minutos sin mediar palabra, quince minutos de silencio, el silencio más eterno y profundo que había sentido nunca. Quince minutos de felicidad gris que se desvanecía como el humo de un cigarro. Aquel hombre se había convertido en su vida, su pensamiento y el motivo de su muerte. ¿Por qué aquel hombre de aquel instante? ¿Por qué? No entendía nada y lo entendía todo. Se fue. El que se acababa de convertir en el motivo de su creación se fue. Se fue depositando un par de monedas frías que fueron para ella dos puñaladas de acero. Se fue para siempre con su silencio. Aquella noche, ella, no pudo dormir, lamiendo aquel rastro de huella dactilar que dejó su amado. Este no volvió nunca más. Nunca. Su presencia solo dejó un eco en el vacío de su dolor. Hubiera entregado cualquier cosa por sentirlo dentro, por volver a escuchar una melodía de aquella voz, por ser suya. Y todo cambió. Todo. No quiso volver a catar el contacto de otras manos, ni besar la mirada de otros ojos por miedo a que el recuerdo de ese día se fuera con las maletas hechas. No, no quiso. Tampoco pudo. Aquel cliente aparentemente igual que todos, se había quedado su vida a cambio de un barato recuerdo de baja calidad. Aquella barra de bar no volvió a ser la misma porque un desconocido se había llevado todo lo que algún día le perteneció. La felicidad también.

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