Mi madre estudió la manera de hacerme perfecta. No pudo.
Posteriormente, todos aquellos que de alguna manera envolví
voluntariamente bajo la luz de mi propio Lorenzo, me intentaban halagar para hacerme sentir la invitada de su
propio ‘’quedar bien’’. Me asustaba.
Ayer me entrometí en los asuntos de mi vecina de arriba.
Quise mirar pero no pude. Gritaba demasiado y me vinieron ganas de llorar. – ¡Nunca me quedó bien!-
aullaba, pero sin luna. Sólo ahí
encontré la sinceridad y la falta de decorados que mi propio cuerpo necesitaba sediento. Resulta que ella pintaba un cuadro.
Y así, poquito a poco pasaban mis días, sin saber qué hacer, qué decir y deseando coger las fuerzas necesarias para travesar el ventanal. Mi
vecina nunca dejó de gritar: – ¡Nunca me quedó bien! – ¡Nunca me quedó bien! – ¡Nunca me quedó bien!-– ¡Nunca me quedó bien! – ¡Nunca me quedó bien!-Y el gato negro con ojos morados me trajo mala
suerte. - Como mi madre- reí- sí, al intenta extraer de mí la perfección.
Una mañana me armé, no de valor, sino de intriga y me calcé
las gafas graduadas para controlar mi miopía. Bajé las escaleras y – ¡Era cierto!- ¿El qué?- me pregunté a mí misma- La perfección. - me respondí- Ah, sí, nuestra madre se comportó como una completa lunática.-Hable así, en
plural. Era la solución para no sentirme sola.
Todos aquellos comensales de mi círculo de amistades
sociales, con adicción al halago moral, perdidos
en algún lugar lejos de mí, y yo; sola, hablando con mis propias palabras. Ésta
vez no reí.
Cuando llegué al rellano caí, agradeciendo la falta de
espectadores. Me fumé un cigarrito mentolado. Siempre me había fascinado esa
contradicción. La paradoja del cigarro para el buen aliento. El sabor a menta
para el exquisito paladar de bocas incoherentes.
Salí.
Una procesión de vecinas con carro de la compra se interpuso
en mi camino. La mía no formaba parte de
ese rebaño y por eso las avasallé con piedras de malas miradas y armas de
destrucción masiva ficticias. Ahora estaba completamente de moda.
Cruce carreteras, callejones y calles como
cerrando cremalleras. Se hizo de noche y sólo me encontré con el Hombre Lobo.
Me pidió representar la escena de Caperucita a dúo y me dejé engañar. Se me hizo más tarde
aún, y al llegar a casa pasó lo que temía: el Alba.
Me dispuse a dormir, esperando la hora del desvelo con
tostadas untadas en mantequilla. Cuando me despertara, volvería a vestir mis
gafas para combatir la deformidad de imágenes y me cargaría, no de valor, sino
de ‘’sin reparo’’ para llamar a mi vecina y reclamar su silencio y su
compañía. ‘’Me gusta cuando callas
porqué estás como ausente’’.
Buenas noches.
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